jueves, 7 de octubre de 2010

Nuevas Fechas + La Princesa y El Sirviente

Tras un buen rato de ausencia, atrasos, malos capítulos, y extrañas compensaciones, he decidido alargar la espera entre capítulo y capítulo.

Sé que esto me hará perder aún más lectores, si de por si apenas soy leído. Pero creo que... Mejor calidad que cantidad. Será cómo una prueba para ver quién realmente disfruta la historia y quién no.

Como bien sabemos, se supone que debo subir un capítulo por semana. Parte 1 los martes, y parte 2 los viernes. Sin embargo, ahora estoy muy asfixiado con el colegio y otras cosas. ¿Queréis que las enliste?
  • Estudios. Simple y sencillamente.
  • Servicio Social y los informes que conlleva.
  • Proyectos y requisitos.
  • Dos semanas de largos exámenes cada mes.
  • Vida social (?)

Pues eso. En verano tenía mucho tiempo de sobra, y podía hacer un cap por semana y aún tenía oportunidad de darle una que otra revisada. Pero ahora... Bueno, que no podré subir las cosas como antes hasta diciembre,


UNA DISCULPA, COMO SIEMPRE.



Y bueno, tras dar este anuncio, no me sentía a gusto sin dar una compensación.
En algunos capítulos de Psique se menciona la obra de teatro que se llevará a cabo en la academia: "La Princesa y el Sirviente".
Okay, cool. Una obra. Perfecto. ¿Pero qué con esos guiños inentendibles?
Ah, es que esa obra es mía.

Bueno, no precisamente mía. Tomé la idea de dos canciones, y la redacté en forma de cuento, no de obra de teatro.
¡Ah, pero cómo me encanta persumir que gané un concurso con ese cuento! Incluso iba a participar en un concurso nacional, pero al final, por no sé qué razones, los cuentos de mi ciudad no fueron enviados. Pfff. Corrupción.

No es lo mejor que he escrito ni mucho menos, pero le tengo mucho aprecio. Fue la primer obra de un sólo capítulo que he escrito, las otras siendo Dependiente y otras dos que estoy guardando para el concurso de este año, pues debe ser inéditas.

Y, sin más, aquí tenéis el cuento. Espero, de corazón, que lo disfrutéis:





La Princesa y el Sirviente



Hace mucho tiempo, tanto que ya nadie lo puede recordar, existió un pequeño reino, el País del Salmón. A su gobernante, una joven y bellísima princesa, no le importaba el bienestar del reino; sólo se preocupaba por sus propios deseos: Un magnífico castillo en la punta de la montaña, decenas de caballos de raza pura, y cientos de sirvientes preparados para obedecer sus órdenes. La joven princesa Lyn sí que era afortunada. Todo era suyo.

Sin embargo, a la población le preocupaba el hecho de no conocer a su gobernante. La princesa nunca salía ni se interesaba por el pueblo. Corrían rumores sobre un viejo hechicero que vivía en la torre del castillo, observando el reino con un inhumano desinterés; otras lenguas decían que quien gobernaba era un apuesto y fuerte príncipe, que siempre se encontraba en la guerra, defendiendo a su país. Pero que una princesa de catorce años gobernase era algo que no se le pasaba por la cabeza a nadie.

Todos los que vivían en el castillo admiraban la belleza de la princesa Lyn: Su lacio y rubio cabello estaba perfectamente peinado, y le caía hasta la cintura; tenía unos brillantes y pequeños ojos de color miel, que siempre mostraban una inquebrantable tranquilidad; y una delgada boca rosada, que esbozaba una serena sonrisa. Además, su cuerpo ya comenzaba exhibir la figura de una mujer, y resaltaba por los hermosos vestidos que siempre llevaba.

Eran éstas y muchas otras cosas las que hacían que el sirviente personal de la princesa, Arazec, estuviese perdidamente enamorado de ella. La cuidaba como si de un frágil pétalo se tratase y hacía todo lo posible para estar la mayor parte del tiempo con ella.

Arazec era ya un hombre prácticamente. A sus dieciséis años, tenía el físico de un poderoso guerrero, pero por dentro era sensible, amable y solidario. Con su cabello negro atado con una coleta, con sus ojos marrones siempre reflejando su entusiasmo y con sus fuertes brazos que solía llevar descubiertos, se ganaba los corazones de muchas de las mujeres del pueblo. Sin embargo, los ojos de Arazec sólo podían mirar a Lyn.



Tal parecía que todo estaba en buenas condiciones, pero la aparente paz del País del Salmón se vio perturbada por una seria crisis económica, causada por una sequía. La mayor parte del ganado murió debido al calor, las plantas se marchitaron antes de poder ser cosechadas y el río que pasaba por el pueblo dejó de llevar agua.

La primer reacción de la princesa Lyn fue hacer llamar a sus consejeros, para que ellos se encargaran de problema. No solía interesarse por ese tipo de cosas. Mientras no le faltara nada en el castillo, el exterior no le perturbaba en lo absoluto.

Un poco preocupado por la irresponsabilidad de la joven, Arazec le dijo una mañana:

—Princesa, ¿no crees que sería una mejor decisión que intentases solucionarlo por tu cuenta? —a pesar de estar muy por debajo de la princesa jerárquicamente, Arazec ya sabía que Lyn lo consideraba lo suficientemente importante para darle el permiso de dirigirse a ella de esa manera. Habían estado juntos desde pequeños, desde antes de que el rey muriera de una extraña enfermedad que algunos consideraron envenenamiento.

—¿Te he preguntado, acaso, cuál sería la mejor decisión? —respondió Lyn, altanera, sin levantarse de su cama, donde Arazec y otra sirvienta le habían llevado el desayuno. La alfombra, cortinas y cobijas eran de color amarillo, con bordados góticos en negro; los muebles estaban fabricados con maderas finas de colores oscuros, que brillaban con los rayos mañaneros que entraban por la ventana.

—Fiora, déjanos solos —ordenó la joven. Acto seguido, la sirvienta desapareció por la puerta—. Repito, ¿te he preguntado cuál sería la mejor opción?

—No… Alteza… —respondió Arazec, desviando la mirada hacia el suelo, apenado, a pesar de que en fondo sabía que el error había sido por parte de la princesa. Sin embargo, la amaba demasiado para hacersélo notar.

—¿¡Y bien!? —vociferó Lyn, lanzando el desayuno al suelo—. ¡Ve y llama a esos ancianos! —añadió la joven, refiriéndose a su séquito de consejeros.

—Tú eres la princesa; yo, tu fiel sirviente... —susurró el muchacho, mientras dejaba la habitación.



Después de varios días en los que los consejeros se reunían, y durante los cuales Arazec tuvo la obligación de cooperar en todo lo posible, dichos hombres llegaron a una conclusión: El reino no podría mejorar por sí mismo. Las acciones eran necesarias para sacar al país del problema en el que se encontraba sumergido, cual carreta en un charco de fango. Por lo tanto, acordaron que el País del Salmón debía hacer una alianza con otra nación.

El país vecino, el Reino de los Cerezos, era un lugar muy próspero, debido a su clima tropical. Colindante con el mar al este, la tierra era muy fértil, perfecta para agricultura y ganadería.

Los consejeros se encargaron de que el Reino de los Cerezos enviara un representante en su nombre para discutir los términos de la alianza entre ambos países. Y así fue como, días después, al País del Salmón arribó un apuesto príncipe. En los hombros de Caín, hijo único del rey, descansaba el destino de ambos reinos.

En el momento en que Caín pisó el castillo, Lyn quedó maravillada por su bien parecer. Muy pronto, los sentimientos de la princesa se vieron intensificados al llegar a conocer mejor al hombre. Aun así, la joven no podía pasar tiempo con él, debido a que las reuniones duraban casi todo el día, además de que la princesa generalmente no salía de su habitación, pues los sirvientes se esforzaban en protegerla de las consecuencias que podría conllevar la sequía. Lyn ni siquiera estaba segura de que Caín supiera que ella existía.

—Debería de hacerlo. Después de todo, soy la princesa, ¿no es así? —le decía Lyn a
Arazec, quien cuidaba de ella día y noche.

—No estaría tan seguro. A pesar de que él debería estar al corriente, no has podido salir de tu habitación en días —cabe decir que a Arazec no le agradaba la idea de que ambos nobles pasaran tanto tiempo juntos. El desconsolado joven sólo podía decirse a sí mismo “Tú eres la princesa; yo, tu fiel sirviente. No seré yo quien influya en tus decisiones”.

Después de unos cuantos días más, el País del Salmón y el Reino de los Cerezos llegaron a una alianza: El último le proporcionaría bienes al país, siempre y cuando éste se comprometiera a reponer todo en cuanto a sequía parase. Fue así como el pequeño país salió adelante.



Sin embargo, el momento de que Caín partiera había llegado. Un lujoso carruaje tirado por blancos caballos lo esperaba a la puerta del castillo durante una mañana de agosto. Tanto nobles como plebeyos salieron de sus casas para despedir al apuesto príncipe, al que todos habían apreciado durante su estadía. Lyn había pedido a los músicos de la corte que tocaran una suave y triste melodía mientras él salía de la fortaleza, subía a su carruaje y desaparecía lejos, en el horizonte. Tal como ella lo había imaginado.

Pero la alegría de la princesa se esfumó cuando Caín se acercó a su carro. La puerta se abrió lentamente, y del transporte descendió una joven que rondaría los diecisiete años. Tenía una largo y lacio cabello de color azabache, atado con un listón de color blanco. Sus rasgos eran muy estilizados y llamativos, y portaba un vestido verde tenue, con decenas de listones y bordados en color blanco. Su dulce voz cantó “Caín”, mientras se lanzaba a los brazos de éste y le daba un suave beso en los labios.

Lyn se desmoronó por dentro. El príncipe, Caín, a quien tanto quería, estaba comprometido, o incluso casado, con esa mujer. El corazón le escocía con el simple hecho de pensar que alguien como esa mujerzuela había sido capaz de conquistar a su amado Caín. Ella tenía que alejarse del príncipe, ¡tenía que irse para siempre! ¡Todo era suyo, Caín lo sería también!

—Ella... ¿De dónde viene...? —susurró la princesa. Por desgracia, fue Arazec quien la escuchó y, celoso, le respondió con un tono brusco:

—Es la hija del gobernador de la República de la Brisa. Y está comprometida con el príncipe Caín. Ambos se casaran en noviembre... —Arazec miró con odio a Caín mientras decía esto. Él, él y sólo él había vivido con Lyn desde que eran pequeños. ¿Por qué una simple cara bonita como la de Caín podía ganarse el corazón de su princesa? Lleno de ira, Arazec añadió¬—: Y seguramente serán muy felices...

Y, tal como Lyn lo había imaginado, los músicos tocaron una triste melodía mientras Caín desaparecía por el horizonte, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.



—Arazec... —llamó la voz de Lyn, desde el interior de la habitación. Desde el día de la partida de Caín, hacía ya una semana, la princesa se había encerrado en su habitación, abriendo la puerta solamente para recibir sus comidas. Arazec se había ofrecido voluntariamente para hacer guardia frente a la pieza, en caso de que la joven necesitase algo. El joven se sorprendió un poco al escuchar la voz de su amada venir desde su habitación, después de haber pasado una semana sin haber oído siquiera un simple gemido.

—¿Necesitas algo? —preguntó el sirviente, mientras entreabría la puerta.

—Arazec... Llama a todas las tropas y... —Lyn se interrumpió. Su voz sonaba un poco ronca, como si estuviese estado llorando. Además, se escuchaba un poco ahogada, probablemente porque la princesa se encontraba bajo las cobijas.

—¿Sí? —inquirió Arazec, preguntándose qué habría ocurrido para que Lyn se viese obligada a reunir al ejército.

—Llama a todas las tropas y... —repitió. Después de lo que pareció un momento de
reflexión, añadió, con un tono inexpresivo—: Que destruyan la República de la Brisa...

—¡Lyn! —gritó Arazec, dejando de lado el poco respeto que se le pedía— ¡N-No serías capaz!

—He dicho —dio por respuesta—. Y a ti te tengo una misión especial: Tú te encargarás... De que no quede ningún rastro de ella, la hija del gobernador... La prometida de Caín...

—¡N-No podría! —balbuceó Arazec, mientras entraba por completo a la habitación. Ésta estaba completamente destrozada: La cama estaba completamente deshecha, y las cobijas estaban por el suelo. Los libros del estante estaban rasgados y regados sobre la alfombra, mientras el estante se encontraba volcado, en el otro lado de la habitación. El ropero, donde Lyn guardaba todas sus finas prendas, estaba tirado en el suelo, con las puertecillas mirando hacia el techo. En una de las sillas que quedaban en pie, frente a un tocador con el espejo roto, estaba sentada Lyn, con la espalda hacia Arazec. La chica alzó una mano, en la cual llevaba una marchita rosa blanca, y dijo:

—Lo harás... En mi nombre —acto seguido, la joven separó los pétalos de la flor con los dedos y dejó que se precipitaran al suelo de la habitación.

—Tú... —intentó decir Arazec, pero un nudo en la garganta se lo impedía. Después de respirar y tragar saliva varias veces, continuó—: Tú eres la princesa; yo, tu fiel sirviente...



—Miles de casas fueron incendiadas... Decenas de familias fueron separadas... Cientos de personas murieron en la guerra... ¿Qué tan importante podría ser una vida menos...? —se decía Arazec, sosteniendo un puñal ensangrentado en la mano derecha, temblando—. ¿Entonces por qué estoy llorando...?

Frente a él, en el suelo, se encontraba la hija del gobernador. La sangre que empapaba tanto su vestido como el césped del bosque brillaba de una tétrica manera bajo a luz de la luna llena. Arazec había solicitado hablar con ella, en nombre del País del Salmón, horas antes de que comenzara el ataque. La llevó a una caminata por el bosque y, mientras la distraía con una conversación, la guió hasta el punto donde se encontraban. Allí, le reveló sus intenciones y, disculpándose, la apuñaló en el corazón.

—Si la princesa quiere que esta chica sea eliminada, así será... ¿Entonces por qué las lágrimas no se detienen...? Todo es por ti, mi amada princesa...



Fueron días; no, semanas, durante las cuáles la República de la Brisa estuvo sometida. Las ciudades se convirtieron en colonias, y muchos sobrevivientes fueron vendidos como esclavos, mientras el resto se ocultaba en Dios sabría dónde. Además, el País del Salmón se recuperó rápidamente, respecto a economía, gracias a los bienes que consiguió de la República.

La princesa Lyn parecía ser feliz, debido a que su único obstáculo para acercarse a Caín ya había sido eliminado. Sin embargo, su paz duró poco, pues los rebeldes comenzaron a surgir de lugares inesperados. No obstante, éstos no eran una preocupación para Lyn, pues estaba segura que los consejeros sabrían encargarse. Aún así, eran muy pocos para superar a su ejército.

Arazec, en cambio, se encontraba bastante afectado. Escuchaba ruidos y veía sombras donde no había absolutamente nada. Los monstruos de su propia mente lo acechaban durante el sueño, y le llamaban durante el día. Su misma conciencia era su tortura.

Los temores de la princesa y el sirviente se volvieron realidad una fría mañana:

—¡Lyn! ¡Princesa! —gritaba una lejana voz— ¡Despierta, Lyn! —continuaba. Lyn podía escucharle. Era muy familiar, pero parecía ahogada. No, más bien, cubierta, por los sonidos del ambiente. Juraría que escuchaba explosiones a lo lejos, y decenas de gritos simultáneos formaban un rugido aterrador.

—¡Lyn! —siguió Arazec. Esta vez, la sacudió fuertemente, despertándola al instante. La princesa, aún con la vista borrosa, pudo distinguir a su sirviente, con la preocupación reflejada en su rostro. Estaba empapado en un sudor de color negro, que había adquirido esa coloración debido al polvo —¿O era ceniza?—, y tenía varios rasguños y magulladuras que le surcaban su blanca piel.

—¿Mmm...? ¿Qué está pasando allá afuera? —preguntó Lyn, semi-inconsciente sobre lo que la rodeaba.

—Nos han traicionado, princesa— respondió Arazec rápidamente, entre jadeos—. Son las tropas del Reino de los Cerezos. Tus consejeros nos han traicionado, y no han dado el aviso.

—¿E-El Reino de... Los Cerezos? ¿Eso significa...? —balbuceó Lyn, mientras se ponía en pie, incrédula.

—Sí. Caín está con ellos. Es él quien les está comandando.

—Caín... —Lyn intentó buscar unas zapatillas para poder escapar, pero Arazec la tomó del brazo y le dijo:

—Escúchame: El ejército “ya” —hizo énfasis en ésta palabra— está dentro del castillo. Dentro de unos minutos sabrán dónde están los aposentos. Antes de que todo termine, quiero decirte una última cosa...

—Arazec... —Lyn le observó por primera vez en su vida. Parecía tan fuerte y maduro, y al mismo tiempo, preocupado por lo que pudiera pasarle. No a él, sino a ella. ¿Realmente le había pasado por alto?

—No hables. Sólo quiero que hagas algo por mí —respondió. La besó en la frente y le dijo lo que tal vez serían las últimas palabras que sería capaz de decirle.



Caín estaba sentado sobre su caballo. Por alguna razón, las tropas habían detenido su ataque.

—¿Habrán desobedecido...? ¿O...? —pensó. Alguien en aquél castillo había asesinado a su amada Lucía. No sabía quién era el culpable, pero le encontraría, fuese quien fuese.

—¡Vuestra majestad! —gritó un hombre con armadura, que venía corriendo desde el castillo.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó Caín, mientras le cedía su cantimplora al hombre. Éste bebió un largo trago antes de continuar:

—Gracias, señor. Y sí, señor, ya le hemos capturado. Estaba en la torre este; allí se encontraban sus aposentos. Ofreció un poco de resistencia, pero no le sirvió de nada —soltó una carcajada— ¿Retiramos las tropas?

—Perfecto. Dad la orden de retirada, ya tenemos a quien queríamos. Me encargaré de fijar el día y hora de la ejecución. Habéis hecho un buen trabajo.

Caín miró a castillo por última vez, antes de girarse. El humo salía de las ventanas, y algunos bloques caían desde los pisos más altos.

No pudo evitar recordar su estancia en lo que antes fue el amable y reconfortante castillo del País del Salmón.

El rugido de la multitud era ensordecedor. Tanto aldeanos del País del Salmón, como del Reino de los Cerezos estaban en la plaza de la capital. Seguramente también había rebeldes, pero preferían ocultar su identidad. A pesar de que todo había acabado, la hostilidad en contra del País del Salmón no les dejaba perdonarles.

En el centro de la plaza, habían construido una tarima de por lo menos dos metros de alto. Un poste se alzaba aun más, y sostenía una gruesa cuerda. Dicha cuerda bajaba hasta enroscarse en el cuello de una triste silueta

—Las tres en punto —dijo el hombre, al escuchar las campanadas de la iglesia.

La gente comenzó a gritar más fuerte “¡Matadlo, matadlo!”. Sin embargo, Arazec hizo oídos sordos.

Lo único importante era Lyn.

—¡Matadlo, matadlo!

Su princesa.

—Arazec, hijo de Arazec. Heredero de la tierra de...

No le hizo caso a la voz que había comenzado a enlistar sus crímenes. Después de todo, ya nada evitaría su muerte.

—... Por lo consiguiente, se le ha condenado a la horca. Arazec, hijo de Arazec, será ejecutado el primero de noviembre, a las tres de la tarde, en la plaza principal de...

Lyn... Lo que importaba era que la había salvado.

Y allí estaba, frente a él, llorando. La princesa llevaba puesta una larga capa que le cubría desde la cabeza hasta los pies. En sus manos tenía el listón con el que Arazec solía atarse el cabello.

La chica que alguna vez se hacía llamar princesa besó suavemente el listón y cerró sus ojos. No quería ver el momento en el que su Arazec se iría para siempre.

—Yo soy la princesa... Tú, la fugitiva —dijo Arazec, lo suficientemente bajo para que sólo ella lo escuchara.

Segundos después, la trampilla que estaba a sus pies cedió...

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